Los normalistas de Ayotzinapa: Asesinato y criminalización de la juventud en México

November 7, 2014

Carta Politico-Filosofica,  Núm. 1                                        praxisamericalatina@gmail.com

México, D.F.

 

LOS NORMALISTAS DE AYOTZINAPA: ASESINATO Y CRIMINALIZACIÓN DE LA JUVENTUD EN MÉXICO

A la barbarie del Estado mexicano, sus adherentes y secuaces, nosotros le oponemos la necesidad de construir un nuevo humanismo, la unidad de teoría y práctica —en suma: la revolución en permanencia.

Eugene  Gogol

Vivos se los llevaron; vivos los queremos. En respuesta a los ataques (instigados por el Estado) en contra de los alumnos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Guerrero, ocurridos el pasado 26 de septiembre —y en los cuales seis personas fueron asesinadas, así como no menos de 43 estudiantes secuestrados y “desaparecidos” (con la posibilidad de que hayan sido ejecutados y enterrados en fosas clandestinas) —, ha aparecido una serie de protestas masivas a lo largo de todo México. Octubre ha sido un mes de rabia e indignación, de actos de denuncia encabezados por cientos de miles de estudiantes —a los cuales se les han unido otras decenas de miles. Marchas multitudinarias han tenido lugar en Guerrero, en el Distrito Federal y en casi todos los estados del país; en ellas, se ha exigido la devolución con vida de los desaparecidos.

 

I. El ataque contra los normalistas[1]

De acuerdo con los estudiantes de Ayotzinapa, el pasado 26 de septiembre, algunos normalistas, como lo han hecho en otras ocasiones, pensaban plantarse en alguna autopista de Guerrero (a bordo de autobuses tomados) y pedir cooperación para financiarse un viaje a la ciudad de México —a fin de poder participar en la marcha anual del 2 de octubre, conmemorativa de la masacre de estudiantes de 1968. Sin embargo, cuando llegaron —prácticamente sin haberlo planeado— a la ciudad de Iguala, se convirtieron en víctimas de un ataque brutal: el alcalde y otros funcionarios de gobierno le habían ordenado a más de una docena de policías municipales abrir fuego sobre los normalistas, así como a una pandilla de narcotraficantes —Guerreros Unidos— secuestrar y “desaparecer” a los 43 estudiantes que habían sobrevivido a la masacre inicial.

Ahora bien: este ataque fue más que un hecho aislado cometido por un alcalde homicida —en colaboración, por supuesto, con las fuerzas policiales y el narcotráfico. ¿Por qué? En primer lugar, porque el gobierno municipal contó muy probablemente con el apoyo de otros elementos del Estado: ¿el Ejecutivo de Guerrero?; ¿la armada federal, la cual se ausentó misteriosamente durante todo el “operativo”?; por ello mismo, pensó que podía salir impune de esta situación: a fin de cuentas, en diciembre de 2011, cuando 500 estudiantes de Ayotzinapa habían bloqueado la autopista Del Sol —pidiendo una audiencia con el gobernador del estado para protestar por los cortes que se le habían hecho a su ya de por sí reducido presupuesto escolar—, alrededor de 300 miembros de las “fuerzas de seguridad” (diversas agencias de policía y el ejército) los atacaron con gas lacrimógeno —y, al ver que los estudiantes se resistían, con armas de fuego—; tres normalistas fueron asesinados, mientras que varios otros golpeados y heridos —así como, cincuenta o más, arrestados: hasta el día de hoy, nadie ha sido acusado como responsable de estas muertes.

En segundo lugar, porque las acciones de la policía de Iguala son parte de un proyecto de criminalización de la protesta social en México —principalmente, en contra de la juventud “rebelde”—; en efecto: si bien las autoridades del municipio y los cárteles de la droga en el narco-estado de Guerrero pudieron haber sido los ejecutores de este acto brutal en contra de los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa, lo cierto es que en todo el país gobierna un Estado criminal.

 

II. La criminalización de la protesta social en el contexto del Estado mexicano como agente del crimen y como vehículo del crimen organizado[2]

La guerra criminal —supuestamente en contra del narcotráfico—, iniciada durante la administración de Felipe Calderón (2006-2012), no se tradujo sino en la muerte de decenas y decenas de cientos —así como en la desaparición de otros miles de personas. ¿Son sus cuerpos los que ahora están siendo encontrados en las fosas clandestinas que “han aparecido” en medio de la búsqueda de los normalistas de Ayotzinapa, o más bien estos cadáveres son responsabilidad de Peña Nieto, quien ha continuado la “guerra contra el narco” con ayuda de la policía y el ejército? Este país está lleno de cementerios clandestinos: ¿decenas?, ¿cientos?

Con Peña Nieto, antes de la masacre de Iguala, ya habíamos sido testigos de la ejecución de 22 jóvenes, por parte de la armada federal, en Tlataya; de igual forma, hemos vivido la continua represión a los pueblos indígenas, quienes luchan por la autonomía y la autodeterminación —ya se trate de los zapatistas en Chiapas o de los yaquis en Sonora. Estos hechos, sin embargo, apenas si son una muestra de la barbarie en que los gobiernos local, estatal y federal han querido sumirnos en las más recientes décadas.

Ser joven en México —niño, adolescente, o una mujer apenas entrando a la madurez— significa vivir ante la posibilidad de ser asesinado repentinamente —un asesinato en el que el gobierno estará seguramente involucrado (o ante el que, por lo menos, permanecerá indiferente). ¿Nos hemos olvidado, por ejemplo, de la impunidad ante el caso de la guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en 2009, donde 49 niños murieron quemados y 79 más sufrieron graves heridas —todos ellos, de entre cincos meses y cinco años de edad? Asimismo, hemos atestiguado la muerte de cientos de jóvenes mujeres en Ciudad Juárez —todas ellas, acompañadas por la indiferencia del gobierno por prevenir la violencia feminicida o por traer a los responsables ante la justicia. Por si fuera poco, hemos visto también cómo un número cada vez mayor de jóvenes muere en incidentes violentos.

 

III. El surgimiento de la protesta: México en un nuevo momento histórico

El horror de Ayotzinapa ha dado origen a un nuevo momento en México. La rabia puede ser percibida en cada sector de la población —pero, especialmente, entre los jóvenes: ya en los alumnos de las Normales, ya de las principales universidades de la capital. Desde entonces, ha habido dos megamarchas: la primera, organizada en dos o tres días, tuvo lugar el 8 de octubre, cuando en la ciudad de México decenas y decenas de miles salieron a las calles —encabezados por los normalistas y por los familiares de los desaparecidos—; de igual manera, hubo protestas masivas en otros 23 estados del país. La segunda marcha, la del 22 de octubre, fue parte de una huelga de dos días llevada a cabo por jóvenes de decenas de universidades; en ella, participaron cientos de miles —así de la capital como de otros rincones de México. En Guerrero, ha habido protestas diarias desde hace más de un mes.

En la marcha del día 8, los participantes llevaban velas, cruces y pancartas con los nombres de los desaparecidos, así como con las siguientes consignas: Hasta que haya justicia en Ayotzinapa, no habrá paz para el gobierno, o Normalistas, víctimas del narco-Estado. Con marchas, cierres de caminos, bloqueos a las oficinas del gobierno y a otras dependencias públicas, miles de personas en 25 estados pidieron la inmediata destitución del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre. Por lo demás, una de las manifestaciones más significativas del 8 de octubre tuvo lugar en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, donde 20,000 zapatistas protagonizaron una marcha del silencio, del dolor y la rabia, exigiendo verdadera justicia.

En la ciudad de México, además de las megamarchas, ha habido protestas todos los días, lo que incluye la pinta de slogans en las paredes de los edificios, así como la pega de fotos de los desaparecidos en todas partes —entre otras acciones. En la marcha del 22, estudiantes, maestros, padres y madres, indígenas, campesinos, trabajadores, miembros de organizaciones civiles en defensa de los derechos humanos y sindicalistas demandaban ¡justicia!; se preguntaban: ¿dónde están nuestros hijos?; exigían: ¡No más masacres! y sentenciaban: México, cementerio clandestino. Al acercarnos a la festividad del 2 de noviembre, un cartel en una marcha parecía resumirlo todo: en México, todos los días es Día de Muertos.

 

IV. Construyendo un humanismo revolucionario: de la protesta y la resistencia a la transformación social

La pregunta fundamental que debemos respondernos es, entonces, la siguiente: ¿puede este momento de protesta convertirse en un indetenible ataque contra el fallido Estado mexicano —y, a la vez, en un tiempo de rebelión, de nuevos comienzos (que permitan construir un humanismo revolucionario en este país)?

Hablar de construir un humanismo revolucionario cuando tenemos ante nosotros la barbarie cometida contra los normalistas en Guerrero puede parecer, para algunos, una evasión de la realidad. Sin embargo, es sólo a través de la concepción y realización de una visión emancipatoria de esa índole como podremos detener la masacre contra nuestros jóvenes, nuestros indígenas, nuestras mujeres —en suma: de todos los pobres y marginados, de los condenados de la Tierra aquí en México.

Por ello, nuestro principal reto consiste en transformar este momento de protesta masiva, del dolor y la rabia, en un movimiento total de resistencia que sea, a la vez, un tiempo del no y un tiempo del sí.[3] Esto es: hacer de este nuevo momento un nuevo comienzo que permita destruir de raíz lo viejo (el tiempo del no) y, simultáneamente, construir un humanismo revolucionario (el tiempo del sí).

De igual forma, escribir sobre la revolución en permanencia podría parecer un mero ejercicio del pensamiento abstracto —cuando lo que tenemos ante nosotros es la violencia de cada uno de los niveles de gobierno (municipal, estatal, federal); de cada partido político (PRI, PAN, PRD, sobre todo); de cada instancia de la policía (local, estatal, federal); de cada una de las fuerzas armadas y de cada grupo del narcotráfico: todos ellos contribuyen a la descomposición, a la podredumbre del México de arriba. Este país es una tierra llena de cementerios —clandestino y legales—, en donde decenas de miles han muerto o están muriendo a manos de una sola entidad: el narco-Estado-gobierno-policía-fuerzas armadas-partidos políticos-cárteles de la droga.

¡Ya basta! Sólo una transformación revolucionaria venida de los de abajo puede ponerle un alto a la descomposición social —que parece haberse convertido ya en el modo de vida aquí en México. Construir otra realidad, otro sentido del tiempo, otra manera de vivir, constituye la más urgente necesidad en este momento: cualquier otra es una falsa salida. Lograr la unidad entre teoría y práctica en el contexto del México contemporáneo, una revolución permanente de ideas y acciones, puede devenir en la destrucción de la sociedad clasista, racista y sexista en la que vivimos —así como, a la par, en la construcción de una nueva.

Vamos ahora a profundizar en este punto explorando cómo estos conceptos de un nuevo humanismo, de la unidad entre teoría y práctica, de la revolución en permanencia surgieron históricamente —tanto en el pensamiento como en la acción: así de las masas en movimiento como de los pensadores revolucionarios: de Hegel a Marx, de Lenin a la filósofa humanista-marxista Raya Dunayevskaya. Remontarnos a esta historia puede ser de gran utilidad para comprender las posibilidades de transformación revolucionaria aquí (y ahora) en México.

 

A. De la Revolución francesa (1789-93) y su impacto sobre Hegel a las luchas de la clase trabajadora en el siglo XIX como base de la filosofía de la revolución de Marx

La profundidad y el alcance de las acciones revolucionarias del pueblo francés —que no sólo buscaba destronar a la monarquía, sino que también le opuso resistencia al naciente “orden burgués”— dejaron en claro que la revolución no es únicamente un proceso destructivo, sino que de igual forma da pie a la construcción de una nueva sociedad —la cual sustituya a la vieja. Bajo el impacto de la Revolución francesa, Hegel concibió su sistema dialéctico: su revolución en la filosofía. Hegel, al introducir a la historia en la filosofía, desarrolló el concepto de un espíritu en automovimiento que transitaría de la conciencia, la autoconciencia y la razón hasta el saber absoluto. Ahora bien: si Hegel, en efecto, no incluyó en su sistema a hombres y mujeres concretos que luchaban por la emancipación, su concepto del espíritu sí contiene en sí las diferentes etapas en el camino de la idea de la libertad —esto es: el movimiento para superar (negar) las barreras y para alcanzar su desarrollo absoluto. En síntesis: la construcción hegeliana de la dialéctica como negación (una serie de noes) y como negación de la negación (lo positivo emergiendo de lo negativo), de hecho captura esencialmente el movimiento de la historia —aun si ésta aparece aquí sólo en su forma abstracta. La historia de la humanidad es la lucha por su liberación: no un acto aislado, sino un proceso; no sólo la oposición (negación: el no), sino la construcción de lo nuevo (negación de la negación: el ).

Años después, Marx, en el contexto de las luchas de clase de su tiempo —de la década de 1840 y las revoluciones de 1848 a la de 1870 y la Comuna de París (1871) — puedo aprehender al verdadero sujeto, al motor de la dialéctica: no un espíritu abstracto (como si las ideas pudieran existir independientemente de las vidas de hombres y mujeres corpóreos), sino las luchas concretas de las masas en contra de la opresión, la explotación y la alienación —así como por una nueva sociedad. Marx no rechazó la dialéctica; todo lo contrario: la “tradujo”; es decir: recreó la dialéctica de la negatividad —negación y negación de la negación—, en tanto doble ritmo de toda transformación revolucionaria: la destrucción de lo viejo y la construcción de lo nuevo. De esa manera, Marx dio origen a una filosofía de la revolución; ciertamente, había criticado la deshumanización de la dialéctica hegeliana —sin embargo, recuperó su esencia: su sentido y su método transformador-revolucionario. De esa forma, para Marx, la dialéctica —en conjunto con las luchas de masas de su tiempo— se convirtió en el fundamento de su naturalismo superado o humanismo.

Uno puede ver esta fusión —en Marx— entre el pensamiento dialéctico (su filosofía de la revolución) y las luchas de los trabajadores, por ejemplo, en su llamado a la revolución en permanencia —contenido en su Mensaje a la Liga de los Comunistas, de marzo de 1850—, el cual fue hecho incluso cuando las Revoluciones de 1848-49 se encontraban en un momento de repliegue. Esto, sin embargo, no significó ilusión alguna en torno a la posibilidad de continuar la revolución en ese momento —mucho menos fue la expresión de un “idealismo abstracto”—; en cambio, hacía referencia a la necesidad de contar con una visión emancipatoria que fungiera como base teórico-filosófica para proyectar las actividades revolucionarias —incluso en tiempos de represión.

De igual manera, cuando la Comuna de París estaba siendo destruida, Marx escribió La Guerra Civil en Francia (1871) para mostrar la grandeza de la Comuna —de modo que la siguiente generación de revolucionarios pudiera comprender su sentido, así práctico como teórico. Esta obra de Marx constituye, por tanto, un genuino horizonte de liberación —que contiene, en sí, la dialéctica viva—; de hecho, es justamente gracias a Marx que hoy en día podemos seguir discerniendo el sentido revolucionario de la Comuna.

 

B. ¿Y, después de Marx? La dialéctica: de Lenin a Dunayevskaya

La recreación de la dialéctica hegeliana por parte de Lenin —a través de la exploración de la Ciencia de la lógica de Hegel— ha sido considerada como la preparación filosófica de Lenin para la Revolución rusa. Esto no se refiere a ninguna abstracción: la inmersión de Lenin en la dialéctica hegeliana se concretizó en acciones dentro de ese gran momento histórico ruso. La respuesta de Lenin a la participación de Rusia en la carnicería de la Primera Guerra Mundial no fue ningún llamado “abstracto” a la paz; en cambio, su grito de batalla fue: ¡convirtamos la guerra imperialista en una guerra civil! Muchos habrán pensado que estaba loco; sin embargo, fue precisamente la visión emancipatoria de Lenin la que demostró ser perfectamente concreta —esto, cuando las masas rusas llevaron a cabo la Revolución de Febrero y exigieron la salida de Rusia de la Primera Guerra Mundial.

Más aún: después de la destitución del zar —cuando un sinfín de “revolucionarios” sintieron que ya se había ido demasiado lejos, y que sólo podía seguir la instauración de la así llamada democracia burguesa—, Lenin puso sus ojos en la creatividad de las masas —quienes buscaban establecer nuevamente, como en 1905, los soviets— e insistió en que todo el poder debía ser dado a los soviets —lo que ocurrió con la Revolución de Noviembre. Como podemos observar, la visión emancipatoria de Lenin estaba anclada en el pensamiento dialéctico, en su determinación por unir filosofía y revolución con el momento histórico que estaba viviendo Rusia.

Sin embargo, a pesar de la grandeza de la Revolución rusa de 1917, después de la muerte de Lenin ésta se convirtió en su opuesto: el monstruoso capitalismo de Estado encabezado por Stalin y el estalinismo. Por su parte, el marxismo de Marx (con toda su profundidad dialéctica) fue vulgarizado y empleado para justificar la continua dominación de clase —disfrazada ahora bajo el nombre de “socialismo” o “comunismo”.

La pregunta en ese momento era, entonces: ¿cómo retomar la visión revolucionaria y la praxis de Marx, las cuales permanecían “oscurecidas” hacia la mitad del siglo XX? Es aquí donde cobra relevancia la labor de Raya Dunayevskaya: luego de rechazar que la así llamada Unión Soviética de Stalin —y, más tarde, la China de Mao—fueran socialistas, ella se propuso reencontrarse con la dialéctica de Hegel y Marx de la única manera posible: recreándola para su tiempo y su espacio. El nombre que Dunayevskaya le dio a este proceso de búsqueda fue humanismo marxista, una nueva visión filosófico-revolucionaria.

Para lograr todo esto, Dunayevskaya debía asumir tres tareas principales:

  • analizar el desarrollo del capitalismo hacia la mitad del siglo XX —tal como se estaba presentando en su forma capitalista de Estado: no sólo en Rusia o en China, sino a escala mundial—;
  • ubicar el desarrollo del sujeto revolucionario de sus días: sí, la clase obrera, pero también las mujeres (en tanto fuerza y razón), los jóvenes y los negros en Estados Unidos y África; de hecho, ella observó que no sólo las masas en los “países industrializados”, sino las del así llamado Tercer Mundo (tecnológicamente “subdesarrollado”) eran fundamentales para llevar a cabo la transformación social revolucionaria, y
  • volver a la dialéctica hegeliana —no por razones académicas, sino para encontrar nuevos comienzos para nuestros días en la negatividad absoluta de Hegel—; así, Dunayevskaya encontró en los absolutos hegelianos la base para unificar teoría y práctica: la fuente inagotable para llevar a cabo la revolución en permanencia hoy en día.

 

V. ¿Qué hacer en México hoy?

Volvamos ahora a México, a nuestra propia crisis de realidad y de ideas… La insurgencia ha entrado en una nueva etapa; los estudiantes se han pronunciado claramente: no sólo gritan: vivos se los llevaron, vivos los queremos, sino ¡Fue el Estado! y ¡Fuera Peña! El avance de las protestas puede ser visto de manera más evidente en Guerrero, donde la población, en masa, no sólo ha hecho suyas las anteriores consignas, sino que ha comenzado a actuar en congruencia con ellas—tanto en las calles de la capital como en distintas comunidades del estado. Hombres y mujeres están haciéndose cargo, por su propia cuenta, de acabar con el narco-Estado: ante un estado en constante descomposición, los habitantes de Guerrero están planteándose interrogantes (a través de sus acciones y demandas) en torno a la posibilidad de una nueva forma de actuar y de vivir.

Tales demandas y acciones nacidas desde abajo no sólo apuntan, por cierto, a reemplazar a un político o grupo de políticos por otro; en cambio, se manifiestan diciendo: ¡no a la corrupción de todos los partidos: PRI, PAN, PRD! De igual forma, se han hecho llamados a un paro cívico nacional, así como a una huelga general de obreros, campesinos y estudiantes.

Una de las ideas más significativas en este contexto es la de formar una asamblea constituyente—tal como ocurrió en Bolivia, en 2000, durante la guerra del agua. Pero no una asamblea constituyente de partidos políticos, sino de delegados elegidos por asambleas populares; es decir: una asamblea constituyente integrada por los movimientos sociales.

Contra la violencia del Estado—en sus niveles municipal, estatal y federal—; contra la violencia del narcotráfico, sólo puede triunfar un poder, una fuerza: el poder colectivo-social de las masas mexicanas—jóvenes, indígenas, mujeres, campesinos, obreros—, organizados desde abajo. Éste es el único vanguardismo auténtico: el vanguardismo de las masas en movimiento para construir una sociedad nueva. Ciertamente, la organización revolucionarias es importante—pero sólo la organización que tienen sus raíces en la actividad propia de las masas, así como en la necesidad de construir una visión emancipatoria absoluta; se trata, entonces, de poner en marcha un nuevo humanismo, así en el pensamiento como en la realidad.

Todas estas categorías (a las que hemos hecho referencia a lo largo de este escrito) en torno a la construcción de un humanismo revolucionario, a la unificación de teoría y práctica, a la revolución en permanencia, son cruciales—no como una receta por seguir, sino como una orientación para poder reconstruir radicalmente esta sociedad (nuestro objetivo primordial, tan necesitado aquí y ahora).

El momento decisivo que estamos viviendo en el país no puede quedarse únicamente en la protesta y la rebelión—por más importantes que éstas sean. En cambio, necesitamos encontrar en esa resistencia, en ese tiempo del no, el origen de una posible segunda negación: lo positivo dentro de lo negativo, el tiempo del sí. Construir, tanto en el pensamiento como en la acción, una nueva sociedad, un nuevo mundo, es justamente el reto que tenemos ante nosotros: ésta es la única manera en que podemos dar a luz un México distinto—el opuesto absoluto del México de barbarie en el que estamos viviendo hoy en día.

México, D.F., a 11 de noviembre de 2014
Trad. G.W.F. Héctor

[1] “La lucha social, así como la educación básica… ambas cosas aprendemos en la escuela”, dice un estudiante de la Normal. Las Escuelas Normales Rurales son un producto de la Revolución de 1910-1920: educación para los campesinos, fue una de las principales demandas de ella. Sin embargo, no fue sino hasta el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas en 1934-40 cuando las primeras Escuelas Normales Rurales se establecieron oficialmente —permitiendo así que los hijos e hijas de los campesinos pudieran convertirse en maestros profesionales. Para entonces, se pusieron en funcionamiento alrededor de 46 Escuelas Normales Rurales: sus maestros se agruparon en sindicatos, lo que les permitió luchar por beneficios (salariales y otros), así como volverse militantes por el cambio social en las zonas rurales del país; por ello, estas escuelas han sido históricamente un bastión de la lucha revolucionaria. Ya desde los años treinta, los estudiantes de dichas Normales crearon su propia organización: la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), la cual ha tenido un papel crucial en la administración de las Normales —lo que incluye, por supuesto, lo referente a la admisión de los alumnos—; de igual forma, ha sido una de las más combativas a nivel nacional: guerrilleros y líderes organizativos como Lucio Cabañas y Genaro Vásquez se han graduado, precisamente, de la Escuela Normal de Ayotzinapa.

[2] Este fenómeno no es nuevo. La guerra sucia llevada a cabo en las décadas de 1960 y 1970 por las administraciones de Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo —en contra de los estudiantes de filiación izquierdista y de grupos guerrilleros— condujo a la masacre estudiantil de Tlaltelolco en 1968 —así como a la de 1971—, las cuales significaron, además, cientos —si no miles—, de desapariciones forzosas y torturas. En los sesenta, las guerras sucias gubernamentales estuvieron centradas, en el caso de Guerrero, en los movimientos de guerrilla; sin embargo, las Escuelas Normales también constituyeron un importante blanco de represión. Después de la masacre de Tlaltelolco, el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz cerró la mitad de las 46 Normales Rurales existentes; desde entonces, ha habido una constante campaña del gobierno, tanto a nivel federal como estatal, para cerrar o destruir el resto: actualmente, sólo hay 15 en funciones —las cuales se mantienen gracias a la resistencia de estudiantes, profesores y campesinos en protesta.

[3] Ver Ejército Zapatista de Liberación Nacional, “Ellos y nosotros V. La Sexta”, en Enlace Zapatista (26 ene. 2013) [4 nov. 2014].

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